Escribe: Sire Martínez.

LA ADULTERACION INESPERADA


Para todo ser humano, siempre resulta una experiencia enriquecedora y vital, el conocer una nueva cultura pues se abre, de manera sorprendente y antes inimaginable, una ventana que atisba aún más la plural dimensión del ser humano sobre el globo terráqueo.

Una de esas culturas vivas esta constituida por la Asháninka, cuyos miembros conforman una de las más importantes mayorías en la amazonía peruana. Ellos son, los antes denominados “campas”, término peyorativo e impuesto con el cual, primero misioneros franciscanos, soldados del Virreinato y luego agricultores colonos andinos o no, utilizaron para referirse a los nativos de la Selva Central del Perú, en clara referencia a la suciedad y el desaliño, características principales con la que se les catalogaba y por la que se les relegó a una condición de personas de segunda clase.

Pero este término acuñado, va sumiéndose en el ostracismo recién en los últimos tiempos; pues los Asháninkas como tantos otros grupos étnicos empezaron a hacer prevalecer su auto denominación en base a la ambigua Constitución de 1993 que reconoce la pluralidad étnica y cultural del Perú y el derecho de toda persona a su identidad, coincidente con uno de los esenciales criterios del Convenio 169 de la OIT, estableciéndose un hito importante en la auto identificación individual y colectiva. - No soy Campa, soy Asháninka – corregirá hoy presto cualquier miembro de esta etnia ante algún negligente interlocutor.

Asháninka significa pues, según unos “el hermano, el amigo de todos” y según otros, entre ellos los mismos nativos: “familia grande”. Pero ambos significados refieren al fuerte vínculo circundante de la sangre, de la etnia.

Ubicada a escasos 15 kilómetros de la ciudad de La Merced, Pampa Michi es la comunidad nativa asháninka más conocida como más cercana a Lima.

Hoy he vuelto una vez más a esta comunidad, en donde los niños presurosos son los primeros en correr tras el vehículo, sin esperar a que se detenga ofrecen collares, aretes y demás adornos, todos multicolores y lúcidos. Pronto descendemos e inmediatamente somos conducidos a una de las sencillas chozas en donde uno de los recepcionistas nos da la bienvenida en asháninka. Luego las mujeres y los niños danzan y cantan apenas murmullando las palabras en ese extraordinario idioma que me resulta tan grato al oído.

Tengo tiempo, puedo revolotear por entre las recargadas chocitas que exhiben adornos, tallados y recuerdos, preguntando de cuando en cuando। Me gusta un collar hecho con huayruros(1)pero advierto la omnipresencia vinculante del hilo de plástico. Seguramente mi mirada habrá sido la del comprador decidido cuando se me acerca una niña de mirada incierta – no le compres a los choris(2) - me dice muy despacio, mientras me ofrece sus fruslerías expeditamente.

Esa frase, me ha hecho recordar la primera ocasión que llegué aquí hace muchos años. Esa vez, me he apartado del grupo, empezando a recorrer la única calle que hasta hoy continua sin mayor alteración y llegando a una humilde choza donde otro grupo escucha en silencio las palabras de bienvenida. Al poco tiempo descubro sorprendido que no se narra la misma historia ni se cantan las mismas canciones ni se baila las mismas danzas. Ya he advertido sus rasgos diferentes a pesar de sus rostros pintados y las coronas adornadas de coloridas plumas. Me propongo averiguar más, dejo que se vayan “los gringos” como califican a todos los visitantes que llegan a la comunidad. Paciente, espero a que se relajen unos minutos y mi presencia les sea casi imperceptible, pido agua pero me ofrecen bebidas gaseosas de todas las marcas y sabores, también chicles, caramelos cigarrillos y hasta veo tarjetas telefónicas – hay un teléfono satelital al costado – me indica una mujer a la que reconozco una invisible autoridad mientras que los demás se quitan las cushmas (3) y descubren sus pantalones vaqueros como sus polos de clubes deportivos, despreocupados de mi presencia. Ya no hablan más el asháninka, de hecho me percato que sólo uno de ellos fue el único que habló delante del grupo de visitantes, mientras que el resto asentaba con guturales sonidos.

Tardé un poco en entrar en confianza con ellos, pero lo hice cuando decidí quedarme por mi propia cuenta y riesgo, abandonando la apretada y desencajada combi en la que improvisadas como efímeras agencias de viajes cual flores de un solo día trasladaban a los turistas. He almorzado con ellos, escuchando sus propias historias interrumpidas de cuando en cuando por un nuevo como apurado grupo de turistas que pugnan por fotografiarse entre ellos mismos, mostrando una pusilánime resistencia a pintarse la cara con achiote sin saber que ese acto era un honor sólo concedido a ancestrales y anónimos guerreros que secundaron a Juan Santos Atahualpa, ese mítico personaje que forjó, sin percibirlo, unos de los primeros albores de la, hasta hoy indefinida, peruanidad.

La mujer desconfiada al inicio, me ha contado que sólo su esposo es asháninka “legítimo”; ella llegó hace años, proveniente de unos de los cientos de pueblitos perdidos de la serranía a trabajar en la casa de una familia de comerciantes, en cuya tiendas trabajaba un tímido muchacho del cual se enamoró. Se escaparon juntos, hacia Lima donde la adversidad se ensañaba cada día contra un amor que manoteaba por no sumergirse en los laberintos de la desesperanza. Tuvieron que volver pues - en la chacra siempre hay que comer, aquí no te mueres de hambre –; aunque a su esposo tuvo que el sufrir de manera estoica el rechazo de todos por haberse juntado con una chori. Ha tenido que batallar por años contra la paradójica marginación de los también marginados, determinada a no rendirse a los filudos insultos a sus espaldas, a crueles silencios repentinos, como lapidarios cuando ingresaba suprimiendo su propia resistencia a cualquier choza por motivos impostergables.

Con el tiempo, empezaron a venir los “gringos” – a ellos les gusta este sitio todo verde – me dice señalando con la mirada hacia fuera. Heredera de un sentido práctico como ingenioso, ha traído a sus hermanos menores para elaborar la artesanía cuyos motivos copia de una deshojada revista turística que habla de los shipibos del Ucayali. Los ha vestido como nativos y ellos han ensayado danzas con incumbidos pasos de singular mezcla de saya y cumbia. También aprendieron a tocar canciones de ritmos que ellos percibieron como ancestrales y originarios. – Aquí nadie bailaba para los gringos antes que nosotros – puntualiza. Ahora ellos, al lado de su esposo bailan con prestada alegría para los turistas que pugnan por disparar cámaras de todo tipo y modelo.

Con afanes, hilvanaron una remendada historia a costa de escuchar deshilachados relatos de los más ancianos o de aprender de memoria, alguna interpretación explicativa de diletantes “ingenieros” extranjeros que llegaron por estas tierras sin fecha propia. -Una vez una gringa se ha quedado un año a vivir con nosotros; todo el día nos dibujaba, preguntaba y contaba cosas de nuestros antiguos que todos aquí habíamos olvidado y que fue difícil recordarnos. - También me detalló que la vida fue muy triste cuando “la bonita” se marchó - mi hijita lloró mucho y yo también. No ha vuelto más. – concluye aunque guardaba la débil esperanza de su regreso. -Entonces tomaremos masato de camote para celebrar.-

Aquella tarde, me despedí, luego de haber charlado de la sinrazón de la vida en la ciudad, de los animales del monte que se marcharon a otras tierras sin hombres y de la esperanza de mi regreso.

Ese primer como único atisbo de haber sido testigo de una adulteración inesperada mientras me dirigía hacia la pista donde algún auto me transportaría de regreso a La Merced, se había trasformado, ante el relato de aquella mujer de coraje, en un extraño sentimiento de respeto a la perspicaz creatividad de tantos peruanos como ella, que reaccionan ante una cruda realidad, para encontrar mil formas de sobrevivir.

Esa lejana noche, ingresé a un sencillo restaurante y al rato pude sentir el agradable aroma de una oportuna taza de café. Sorbía lentamente, mientras repasaba el día que se terminaba, percatándome que en la increíble cotidianeidad del Perú, el remedado proceder de “Pepe el vivo” es sólo posible por una cómplice como decisiva razón ligada a nuestra billetera y que se valida en la reproducción “bamba” de cientos de billetes, monedas, programas informáticos, libros, discos, zapatos, herramientas, repuestos y cien insospechadas cosas más en una danza de millones, que difícilmente podría incluir a aquellos marginales sobrevivientes, atrapados en la apabullante cultura combi, que se infiltra hasta los más recónditos lugares de este país que duele.

Hoy, después de comprarle un lindo collar, le digo a la niña, - también hay asháninkas por elección y no sólo por nacimiento como esa señora - señalando a mi antigua amiga que me ha reconocido y se acerca con una gran sonrisa y un pajú (4), entre las manos, lleno de masato(5), tal vez de camote. - Es mi tía – me contesta, con la inocencia feliz, que sólo la vida en el campo hace posible, mientras se aleja en procura de un nuevo comprador.

- Sire Martínez –
(1) Semilla de un árbol, de color rojo y negro.
(2) Serrano.
(3) Especie de túnica que cubre desde los hombros hasta las pantorrillas.
(4) Vasija
(5) Bebida ceremonial hecha preferentemente de yuca (mandioca) triturada y fermentada.


0 comentarios:

Nos visitan desde...

ip-location